El espacio emocional
DANIEL INNERARITY/PROFESOR DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA Los actuales espacios sociales, informes y difusos, cada vez menos gobernables por los Estados, unificados por los medios y atravesados por un proceso de globalización que todavía no los articula institucionalmente, son muy vulnerables a las convocatorias sentimentales. En cada país y en el espacio global, se suceden los acontecimientos que provocan una fuerte descarga emocional. Cuando los espacios políticos no delimitan ni protegen, entonces no hay quien detenga la globalización sentimental. La descarga emotiva discurre libremente sin que nada limite su despliegue. La desregulación, además de un proceso económico, es también algo que afecta al registro de los sentimientos. Pensemos concretamente en el efecto emocional de las tragedias, que no son más dramáticas que las de otras épocas, pero que nos golpean ahora con una inaudita capacidad de conmover. Hay algo común en la respuesta que provocan el 'tsunami', el terrorismo, las guerras o el pánico bursátil: una electricidad sentimental que configura comunidades de indignación, tan poderosas como efímeras. Las catástrofes ecológicas, como el reciente maremoto del sudeste asiático, tienen una enorme capacidad aglutinante. Las corrientes de solidaridad que provocan han modificado también nuestra sensibilidad moral, dando lugar a una ética de la asistencia a distancia propia del mundo unificado. Las catástrofes tienen, además, una gran significación política, hasta el punto de que a veces son lo único que puede provocar vuelcos electorales cuando el público es, a la vez, políticamente apático y emocionalmente histérico. Hay muchos ejemplos de cambios electorales que no se habrían producido de no mediar un acontecimiento emocional de estas características, en que los votantes han sancionado las reacciones correspondientes. Como es lógico, las guerras son otra fuente de dramatización con una especial capacidad de convocatoria. En un momento en el que las identificaciones son más bien débiles, la indignación parece ser el más poderoso aglutinante social. Lo que está sucediendo a propósito de las víctimas del terrorismo es muy elocuente a este respecto. En torno a ellas se acumula una energía sentimental que resulta muy difícil dejar de aprovechar. Y la política se convierte en victimología: el arte de dramatizar de manera convincente y utilizar en beneficio propio la fuerza emocional que generan las víctimas de la injusticia. La carga emocional que originan los acontecimientos dramáticos no sería posible sin los actuales medios de comunicación. Mientras que en 1755 del terremoto de Lisboa sólo se enteraron en Londres o París dos semanas después, la actual ecumene de los telespectadores convierte las catástrofes en eventos inmediatos y simultáneos. Contra lo que pensaba Rousseau, que no pudo imaginar una sociedad de medios de comunicación como la nuestra, el sentimiento de humanidad no se debilita cuando ésta se extiende a todo lo largo de la Tierra; las desgracias no nos afectan menos cuanto mayor es la distancia en la que se producen. La lejanía y la cercanía son magnitudes que se han trastocado en el mundo global y en virtud de los medios. Y una de las distancias que se han suprimido es la distancia emocional, que no siempre coincide con la distancia geográfica. Una sociedad, desde la doméstica hasta la mundial, se mantiene unida en la medida y en el modo como la mantienen unida los medios de comunicación. Por tanto, con las mismas características que rodean el mundo de los medios, es decir, con las leyes que gobiernan ese peculiar mercado de la atención, que es selectivo, inconstante, sensacional, simplificador, emotivo y esquemático. Para los medios, el mundo acontece como escándalo y catástrofe. De ahí que mantengan permanentemente despiertos los sentimientos de vulnerabilidad, desprotección e inseguridad. En los espacios mediáticos las noticias y sus correspondientes cargas afectivas discurren a gran velocidad, sin el efecto moderador de la distancia o de la compartimentalización. Esta desmesura tiene mucho que ver con la fragilidad institucional de un mundo sin formatear, sin protocolos; el carácter amorfo de los sentimientos corresponde a su vez con un tipo de socialización que no se basa en valores y normas compartidas, sino en amenazas comunes, como los riesgos, las catástrofes o las crisis. Nuestros vínculos están constituidos más por lo que tememos o nos indigna que por una integración positiva. La compasión, que es un signo de humanidad, también tiene sus caprichos. Nuestros espacios emocionales, como nuestra atención hacia el mundo, es frecuentemente selectiva, arbitraria e inconstante. La agenda de la atención está configurada de manera bastante caprichosa y tiende a priorizar lo que resulta más sensacional. También tiene mala memoria. Las emociones más intensas suelen ser las más rápidamente olvidadas. En cualquier caso, los dramas existen antes de que los medios se fijen en ellos y persisten también cuando éstos dejan de atenderlos. La indignación o el sentimiento de compasión son reacciones especialmente valiosas que también se pueden volver extravagantes. Es cierto que la sociedad sería más pobre sin esa compasión que suscita el mal ajeno o sin la ira que provoca la injusticia. Pero las corrientes emocionales, cuando no son articuladas política e institucionalmente, provocan tanto oleadas de generosidad como de histeria. No es que los seres humanos se hayan hecho más egoístas o insensibles; nunca han dejado de interesarse los unos por los otros y promover corrientes muy poderosas de solidaridad. Pero no es posible poner estas disposiciones amorfas al servicio de la sociedad sin mediaciones institucionales. La política, tan denostada en ocasiones y desde motivos sentimentales, es precisamente el trabajo para darle a todo ello una forma concreta, duradera, razonable y eficaz. La política consiste en civilizar lo emocional e impedir la instrumentalización de las pasiones; transforma el sentir en actuar y asigna responsabilidades donde faltaban o no había más que imputaciones genéricas. La política no reprime las emociones, de las que vive; cuántas conquistas sociales tuvieron su origen en una determinada indignación. Pero sin ese trabajo sobre la inmediatez emocional quedaría insatisfecha aquella inquietud de fondo que late en nuestros mejores sentimientos.
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